Del viaje en paracaídas al aterrizaje en la realidad placentera
El itinerario vital de Willy del Pozo tiene
conexiones con Altazor, figura mitológico-literaria, engendrada por el
antipoeta y mago Vicente Huidobro en 1931 —año posvanguardista—, aunque los
siete cantos del poemario están más en la vanguardia de los años veinte: etapa
de estridencias, de humor y juegos paródicos, de la sobredimensión del yo, del
superhombre nietzscheano, de epatar a los burgueses. De esas aguas movidas e
iniciáticas se eleva el aura de una personalidad fantástica y alucinante como
la de Altazor, alter ego de Willy del Pozo, quien lo reviviría, a principios de
los noventa, al viajar a España donde fundó una revista, una asociación
cultural y una editorial, con el nombre consagrado del libro huidobriano.
De esos años de estela
surrealizante, cuando se era feliz e indocumentado y los versos estallaban
fácilmente como la espuma del champán, surge la figura de Andrés Hernández
Morente, entrañable compañero de ruta de Willy, con quien compartiría sueños y
manifiestos provocadores (sería interesante organizar una muestra, antologando
a los grandes compinches literarios, esos amigos que a fuerza de bogar juntos en
la inmensidad lírica y vital se nos muestran como hermanos de sangre y de
letra: Verlaine-Rimbaud, García Lorca-Dalí, Breton-Benjamín Peret,
Vallejo-Alfonso de Silva, Moro-Westphalen, y un largo etcétera). Luego de
algunos poemarios perturbadores y de su regreso al Perú, Willy trajo un
personaje inusual, un heterónimo de pesadilla, heredero del animal mitológico
que es Altazor pero más filoso en su arrechura y menos ortopédico que el de la
novela de Mary Shelley. Karl Oharak, con cuyo nombre firmó algunos libros
alucinantes y putañeros (Versos de
Kloaka, Versos de W.C., Navajas, Epitafios, etc.), representa la nocturnidad, el malditismo y la
rebelión en un mundo donde el individuo termina siendo solo una cifra o
convertido en mero sujeto económico.
Modernidad antimoderna
Con la publicación de El sendero luminoso del placer (Ediciones
Altazor, 2015, 3ª edición) no sabemos a ciencia cierta si allí se alza la voz
de Willy del Pozo o es la del crudelísimo Karl Oharak, o si ambas se imantan
recíprocamente para verificar una existencia delirante y divertida, pero
punzada por grandes obsesiones y nubarrones interiores. Con versos de Huidobro
podemos interrogar al autor, interesado en trasgredir las normas sin tapujos:
“¿Por qué perdiste tu primera serenidad?/
¿Qué ángel malo se paró en la puerta de tu sonrisa/ Con la espada en la mano?/
¿Quién sembró la angustia en las llanuras de tus/ ojos como el adorno de un
dios?”. Y es que en esta purga, casi policíaca de los sentidos, el ángel
villano es el vencedor y el bueno quedó estrangulado en la arena. Karl Oharak
es en esencia el asesino sarcástico de Altazor. (¿También de Willy del Pozo?),
pero no nos adelantemos.
Posmodernidad versus Modernidad. Si el texto de
Huidobro es un viaje en paracaídas, las crónicas “willianas” son su versión
picaresca y sexual, mejor dicho, su versión posmoderna, por el relativismo y la
indefinición de sus personajes alucinados, embarcados sin timón en una realidad
sórdida. Mientras los fautores de la vanguardia histórica se enajenaban en la
loca originalidad, en un “yoísmo” o “yomismo” desesperado —endiosando a sus
creaturas engendradas— el cronista del presente libro hace añicos a su
personaje impreso, se ríe y se mofa de sí mismo, a tal punto ridiculizado en
escenas como “el CHUPO” (págs.
83-86) y “la CAGADA” (págs.
183-186). El placer ahí es buscado en las propias evacuaciones biológicas. Este
hedonismo radical y abyecto puede estar significando, simbólicamente, la
expurgación hasta la nimiedad de todo el caudal de fe recibido en el progreso
del conocimiento y de la moral, que son los cimientos donde se sostiene la
modernidad; por ello, para el autor “el sendero” más propicio y luminoso es
buscar en la fuente originaria de los placeres físicos y psíquicos toda la
verdad y la felicidad. ¿Epicureísmo? ¿Filosofía de vida? El hedonismo contrario al utilitarismo reivindica en
el individuo su espíritu contradictorio, sus dones, sus taras y sus vicios. Como
lectores, asistimos a la versión underground,
en cincuenta capítulos, de un paganismo contemporáneo, escritos por un fauno
memorioso.
Los ideales a contraluz
La tendencia a mostrar los
vaivenes de una juventud desprejuiciada y tarambana, inmersa en los placeres de
la carne, el alcohol y los paraísos artificiales no extingue, sin embargo,
ciertos ideales y placeres sublimes que subyacen en algunas páginas; por
ejemplo, el sentimiento de amistad que perfuma el recuerdo de Andrés Hernández
Morente, quien “tenía impregnada la
poesía en su piel, sus uñas, sus cabellos, su saliva y su sexo (...) su arribo
al mundo no calzaba con esta época, él debió nacer más bien en el Siglo de Oro
español y conllevar su vida al lado de Góngora y Quevedo” (“MANIfiesto”, pág. 211). El placer por el
arte y la poiesis, aparecen en su rotunda admiración por Enrique Bunbury (su vincha es
objeto de adoración fetiche), por Mario Benedetti, Nicanor Parra y Rafael
Alberti; este último es blanco de las
humoradas del grupo reunido en torno a la naciente revista Altazor, donde Willy
y sus amigos, más que desautorizar al notable poeta de la Generación del 27,
revelan una actitud acorde con su juventud bullente y creativa. “El manifiesto”
de Nicanor Parra, que ellos recitaban en voz alta, tiene realización plena en El sendero luminoso del placer,
aunque aquí el asunto sea la prosa y no el verso; la poesía, sin embargo, está
metida como cuñas en todo el libro. Basta leer la siguiente profesión de fe,
para darnos cuenta que el autor nunca dejó de ser consecuente con estos ideales
líricos que preconizaba el gran vate chileno: “Nosotros repudiamos/ La poesía de gafas oscuras/ La poesía de capa y
espada/ La poesía de sombrero alón./ Propiciamos en cambio/ La poesía a ojo
desnudo/ La poesía a pecho descubierto/ La poesía a cabeza desnuda” (“MANIfiesto”, pág. 213).
Es en esta línea que debemos ubicar mejor las
propuestas del libro, que se vanagloria en su argot juvenil y su tufillo
erotizante; pero no debemos dejar de lado el interés del autor por revelar
expresiones sugerentes en el aspecto semántico, gráfico y sonoro: “la inglesa más alucinante que conocí en
Bournemouth y fue mía y no lo fue. Cosas del opio. ¡Oh, pío, pío, ese porrito
que tú me regalaste me lo fumé a gusto en un puchero bournemouthiano!” (“PAPAVER somniferum”, pág. 125). “Alberti ha pasado a la historia en la
Fundación Alberti”. “La MAR/ el MAR/ la MARiguana/ la MAR/ el MAR/ la MARica...”
(“MARINERO en tierra”, pág. 210).
Los relatos tienen varios niveles de lectura, no quedándose solo en el
referente real inmediato. Los propios títulos, puestos en altas y bajas,
intentan encontrar asociaciones y resonancias inverosímiles, que desde la
óptica del narrador resultan lógicas y reales. Frente a una descripción,
aparentemente simple, de un hecho trivial el texto se ilumina de repente con
una “finta” o una sutileza verbal. Para ello se requiere de un lector avisado y
“avezado”, perspicaz y atento, ante el doble sentido de las palabras que, como
puestas ante una luz cenital, se agrandan o se potencian gracias a la polisemia
y a la malicia del propio autor, que hasta su nombre es pasto para la chanza,
pues Willy significa “Pinga”, en la placentera estancia de Bournemouth: “Una granuja inglesa me dijo susurrante al
oído: ‘Willy, I want to meet your
other willy’ (Willy, quiero conocer a tu otro willy). Y yo, obediente,
le piqué un diente con rima de propina” (“my
NAME is willy”, pág. 115).
Willy, el memorioso
Otro de los temas
básicos es el deslinde que hace el autor sobre la memoria narrativa, aunque inicia
con esto que poco interesa a la ficción: “De
las cincuenta crónicas, solo una es producto de mi entera imaginación; el resto
juega a la ambigüedad con la veracidad de los hechos” (“la LUMINOSIDAD del sendero”, pág. 21). Es
mejor asumir de entrada que los relatos son provocados por reminiscencias y por
esa resaca que fluye de hechos aún sin cabida en la existencia del autor; es
decir, esos sucesos no vividos, ficticios, se hacen visibles y toman cuerpo en
él, no se han conocido nunca pero están ahí presente. El mismo escritor lo constata
cuando apunta con lucidez que “esa
anécdota encubierta también creo haberla vivido, pues si la añoranza de algún
hecho permanece en la memoria y esta la transforma y amolda a sus propias
circunstancias, termina siendo verdad absoluta (...) tal historia imaginada la he interiorizado tanto que hasta yo mismo he
terminado por creérmela” (“la
LUMINOSIDAD del sendero”, pág. 21). Y es que la memoria sirve de base a la imaginación y
a la fantasía; el escritor relata lo que su imaginación asociativa le ofrece. Tras
un pasaje onírico o sexual, siempre hay un trasfondo donde se imantan lo real y
lo irreal, lo vivido y lo ficticio, cuyo tono narrativo nos encandila cuando
cuaja como en el siguiente fragmento: “Las
noches inglesas eran una jungla, me internaba a rastras entre matas
rocambolescas, fluía a nado limpio por ríos imaginarios o me deleitaba viendo
cuerpos incoloros, moviéndose torpemente con alguna canción al borde de la
barra” (“papaver SOMNIFERUM”,
pág. 121). En El sendero luminoso del placer los tipos de recuerdos son
muy variados. Algunas crónicas están narradas con mayor memoria visual: “Mi cuerpo se convulsionó girando en el
universo, la aureola divina que llevaba en la cabeza se esfumó al instante y
sentí caer en tierra. Fue como si mil relámpagos me electrizaran la piel
desnudando mi espíritu. Atontado y tembloroso, la vi internarse en las malezas
y despedirse con una guiñada coqueta” (“papá,
quiero ser PAPA”, pág. 33-34), “Subí
y la vi recostada como vino al mundo, tenía la piel canela refulgente, unos
ojos saltones aunque medio achinados, y un cuerpo profano” (“con DON preservativo”, pág. 145). Otros
relatos poseen mayor memoria auditiva, y también están las que tienen mejor
memoria motora (sobre la base de ejecución de movimientos). Aquí aparece toda
la retahíla de escenas sexuales, divertimentos lúbricos y bailes desenfrenados
de la onda metalera (tendríamos, pues, que trascribir buena parte de las
crónicas del libro). Y claro, no podían faltar los de mayor memoria olfativa
que hasta podrían dar arcadas a un lector sensible por las escenas malolientes
y pestíferas, presentes, por ejemplo, en “¿PEDÓfilo?”,
“¡chúpate ESTA!”, “LIMA-madrid”, “SIKY nanay”, “la CAGADA”.
Es como si el autor, inmerso en una “regresión”
psíquica, nos hiciera ingresar a su libro para involucrarnos en esos retazos de
vida alegre y disipada que, a manera de slides fílmicos, van proyectando
situaciones cada vez más embarazosas y divertidas. No se oculta nada. Aunque
algunas veces nos gustaría que el autor ampliara tal o cual escena, o se
detuviera un poco más, por ejemplo, en esa etapa en embrión, en donde el bebé
Willy “ebrio y enrollado en su cordón
umbilical, me mira con fijación a los ojos, hace un guiño cómplice y alza la
mano como si sostuviera un vaso de cerveza diciéndome: ‘Salud, huevón’”. (“desde el VIENTRE de mi madre”, pág. 30).
Coda
Nada nos costaría nombrar aquí
ese realismo sucio y urticante que ha venido inundado compulsivamente las trastiendas
de nuestra literatura salvo el problema mismo de su desgaste como género;
francamente, a veces fastidia ese remoquete nihilista que se asignan muchos de sus
autores, institucionalizando una temática bastante trasegada que linda con los
estereotipos, del maniaco depresivo,
alcoholizado, producto del derrumbe familiar, sórdidas historias por debajo de
la escala de los valores sociales. Esto no significa que el libro de Willy del
Pozo esté exento de aquellos síntomas virales que son una marca generacional. Lo
que lo salva de caer en ese ambiente mórbido y desesperado es un humor a
dentelladas, bendito humor que apicara la prosa y da una versión más creíble del
ser en su arrebato existencial pero que sabe burlarse de sí mismo. Por ello, la
impostura, el chiste y la ironía son elementos primordiales que funcionan dentro
de los párrafos, oxigenando aquellos espacios opresivos, sin salida, del alma
humana. En todo caso su “malignidad” radica en su objeto de libro trampa, donde
el narrador mina las zonas del lenguaje para poner al descubierto modelos de
dependencia mental, poniendo a prueba la capacidad de aguante del lector en
cada relato, impulsado a leer entre líneas, antes de oler esfínteres o terminar
muerto de risa, al pisar una granada verbal. De allí sus personajes
folletinescos que fácilmente pueden ser llevados al comic, antihéroes
ridiculizados, confundiéndose con su propio creador.
Y es aquí que estos relatos
escatológicos están más cerca de la estación altazoriana que del mismísimo Oharak.
El humor es vanguardia, es un ejercicio de libertad pero, principalmente, es la
vida y el arte tiene que ser, pese a sus estancos de niebla, una manifestación de ella. En su propio itinerario
vital el narrador es, además, un próspero y exitoso editor que viene imponiendo
su sello en el mercado nacional e internacional; la vida le sonríe o él se ríe
de ella, por eso firma su libro como Willy del Pozo y no como Karl Oharak, cínico
príncipe de la demonología. Junto a ellos, pero en ribera opuesta aparece el
lírico y casto Abril Alonso, su ángel bueno. En el fondo, hay la necesidad de refundar
una nueva ética para llenar el vacío existencial de la época, como ya lo anunciaba el viejo Altazor:
“Abrí los ojos en el siglo/ En que moría
el cristianismo/ Retorcido en su cruz agonizante/ Ya va a dar el último
suspiro/ ¿Y mañana qué pondremos en el sitio vacío?/ Pondremos un alba o un
crepúsculo/ ¿Y hay que poner algo acaso? Aunque parezca un chiste (¿otro más?) el
libro es una apuesta contracultural por la vida, por la descarriada existencia,
de esa “existencia –al
decir de Vallejo- que todaviíza perenne imperfección”. Sus páginas reflejan
el alma de un travieso creador. A fin de
cuentas aún es el “bueno” de Willy en su versión pesadillesca y metalera.
Estas crónicas trasnacionales,
ambientadas muchas en Lima, Huamanga, El Puerto de Santa María (España) y
Bournemouth (Inglaterra), tuvieron una primera infiltración clandestina en
Huamanga, cuando aparecieron como entregas semanales en el Diario Jornada, a
partir del 2005. Es curioso señalar que desde su tierra asolada por la vorágine
senderista en los ochenta, algunas décadas más tarde, Willy del Pozo repetiría
con sus relatos un senderismo atípico, enteramente carnal y hedonista que da al
traste con un estilo afectado y literario, para ponerle un coche bomba al
aburrimiento, y adentrarse en las zonas más erógenas y descastadas de la
sociedad, desvirgándola en su propia piel, en sus miríficos olores y en su
modorra. Un libro que se abre como una fiesta dionisiaca de los sentidos.