sábado, 31 de octubre de 2015

EL OTRO SENDERO DE WILLY DEL POZO




Del viaje en paracaídas al aterrizaje en la realidad placentera

El itinerario vital de Willy del Pozo tiene conexiones con Altazor, figura mitológico-literaria, engendrada por el antipoeta y mago Vicente Huidobro en 1931 —año posvanguardista—, aunque los siete cantos del poemario están más en la vanguardia de los años veinte: etapa de estridencias, de humor y juegos paródicos, de la sobredimensión del yo, del superhombre nietzscheano, de epatar a los burgueses. De esas aguas movidas e iniciáticas se eleva el aura de una personalidad fantástica y alucinante como la de Altazor, alter ego de Willy del Pozo, quien lo reviviría, a principios de los noventa, al viajar a España donde fundó una revista, una asociación cultural y una editorial, con el nombre consagrado del libro huidobriano.

De esos años de estela surrealizante, cuando se era feliz e indocumentado y los versos estallaban fácilmente como la espuma del champán, surge la figura de Andrés Hernández Morente, entrañable compañero de ruta de Willy, con quien compartiría sueños y manifiestos provocadores (sería interesante organizar una muestra, antologando a los grandes compinches literarios, esos amigos que a fuerza de bogar juntos en la inmensidad lírica y vital se nos muestran como hermanos de sangre y de letra: Verlaine-Rimbaud, García Lorca-Dalí, Breton-Benjamín Peret, Vallejo-Alfonso de Silva, Moro-Westphalen, y un largo etcétera). Luego de algunos poemarios perturbadores y de su regreso al Perú, Willy trajo un personaje inusual, un heterónimo de pesadilla, heredero del animal mitológico que es Altazor pero más filoso en su arrechura y menos ortopédico que el de la novela de Mary Shelley. Karl Oharak, con cuyo nombre firmó algunos libros alucinantes y putañeros (Versos de Kloaka, Versos de W.C., Navajas, Epitafios, etc.), representa la nocturnidad, el malditismo y la rebelión en un mundo donde el individuo termina siendo solo una cifra o convertido en mero sujeto económico.

Modernidad antimoderna

Con la publicación de El sendero luminoso del placer (Ediciones Altazor, 2015, 3ª edición) no sabemos a ciencia cierta si allí se alza la voz de Willy del Pozo o es la del crudelísimo Karl Oharak, o si ambas se imantan recíprocamente para verificar una existencia delirante y divertida, pero punzada por grandes obsesiones y nubarrones interiores. Con versos de Huidobro podemos interrogar al autor, interesado en trasgredir las normas sin tapujos: “¿Por qué perdiste tu primera serenidad?/ ¿Qué ángel malo se paró en la puerta de tu sonrisa/ Con la espada en la mano?/ ¿Quién sembró la angustia en las llanuras de tus/ ojos como el adorno de un dios?”. Y es que en esta purga, casi policíaca de los sentidos, el ángel villano es el vencedor y el bueno quedó estrangulado en la arena. Karl Oharak es en esencia el asesino sarcástico de Altazor. (¿También de Willy del Pozo?), pero no nos adelantemos.

Posmodernidad versus Modernidad. Si el texto de Huidobro es un viaje en paracaídas, las crónicas “willianas” son su versión picaresca y sexual, mejor dicho, su versión posmoderna, por el relativismo y la indefinición de sus personajes alucinados, embarcados sin timón en una realidad sórdida. Mientras los fautores de la vanguardia histórica se enajenaban en la loca originalidad, en un “yoísmo” o “yomismo” desesperado —endiosando a sus creaturas engendradas— el cronista del presente libro hace añicos a su personaje impreso, se ríe y se mofa de sí mismo, a tal punto ridiculizado en escenas como “el CHUPO” (págs. 83-86) y “la CAGADA” (págs. 183-186). El placer ahí es buscado en las propias evacuaciones biológicas. Este hedonismo radical y abyecto puede estar significando, simbólicamente, la expurgación hasta la nimiedad de todo el caudal de fe recibido en el progreso del conocimiento y de la moral, que son los cimientos donde se sostiene la modernidad; por ello, para el autor “el sendero” más propicio y luminoso es buscar en la fuente originaria de los placeres físicos y psíquicos toda la verdad y la felicidad. ¿Epicureísmo? ¿Filosofía de vida? El hedonismo contrario al utilitarismo reivindica en el individuo su espíritu contradictorio, sus dones, sus taras y sus vicios. Como lectores, asistimos a la versión underground, en cincuenta capítulos, de un paganismo contemporáneo, escritos por un fauno memorioso.

Los ideales a contraluz

La tendencia a mostrar los vaivenes de una juventud desprejuiciada y tarambana, inmersa en los placeres de la carne, el alcohol y los paraísos artificiales no extingue, sin embargo, ciertos ideales y placeres sublimes que subyacen en algunas páginas; por ejemplo, el sentimiento de amistad que perfuma el recuerdo de Andrés Hernández Morente, quien “tenía impregnada la poesía en su piel, sus uñas, sus cabellos, su saliva y su sexo (...) su arribo al mundo no calzaba con esta época, él debió nacer más bien en el Siglo de Oro español y conllevar su vida al lado de Góngora y Quevedo” (“MANIfiesto”, pág. 211). El placer por el arte y la poiesis, aparecen en su rotunda admiración por Enrique Bunbury (su vincha es objeto de adoración fetiche), por Mario Benedetti, Nicanor Parra y Rafael Alberti; este último es blanco de las humoradas del grupo reunido en torno a la naciente revista Altazor, donde Willy y sus amigos, más que desautorizar al notable poeta de la Generación del 27, revelan una actitud acorde con su juventud bullente y creativa. “El manifiesto” de Nicanor Parra, que ellos recitaban en voz alta, tiene realización plena en El sendero luminoso del placer, aunque aquí el asunto sea la prosa y no el verso; la poesía, sin embargo, está metida como cuñas en todo el libro. Basta leer la siguiente profesión de fe, para darnos cuenta que el autor nunca dejó de ser consecuente con estos ideales líricos que preconizaba el gran vate chileno: “Nosotros repudiamos/ La poesía de gafas oscuras/ La poesía de capa y espada/ La poesía de sombrero alón./ Propiciamos en cambio/ La poesía a ojo desnudo/ La poesía a pecho descubierto/ La poesía a cabeza desnuda” (“MANIfiesto”, pág. 213).

Es en esta línea que debemos ubicar mejor las propuestas del libro, que se vanagloria en su argot juvenil y su tufillo erotizante; pero no debemos dejar de lado el interés del autor por revelar expresiones sugerentes en el aspecto semántico, gráfico y sonoro: “la inglesa más alucinante que conocí en Bournemouth y fue mía y no lo fue. Cosas del opio. ¡Oh, pío, pío, ese porrito que tú me regalaste me lo fumé a gusto en un puchero bournemouthiano!” (“PAPAVER somniferum”, pág. 125). “Alberti ha pasado a la historia en la Fundación Alberti”. “La MAR/ el MAR/ la MARiguana/ la MAR/ el MAR/ la MARica...” (“MARINERO en tierra”, pág. 210). Los relatos tienen varios niveles de lectura, no quedándose solo en el referente real inmediato. Los propios títulos, puestos en altas y bajas, intentan encontrar asociaciones y resonancias inverosímiles, que desde la óptica del narrador resultan lógicas y reales. Frente a una descripción, aparentemente simple, de un hecho trivial el texto se ilumina de repente con una “finta” o una sutileza verbal. Para ello se requiere de un lector avisado y “avezado”, perspicaz y atento, ante el doble sentido de las palabras que, como puestas ante una luz cenital, se agrandan o se potencian gracias a la polisemia y a la malicia del propio autor, que hasta su nombre es pasto para la chanza, pues Willy significa “Pinga”, en la placentera estancia de Bournemouth: “Una granuja inglesa me dijo susurrante al oído: ‘Willy, I want to meet your other willy’ (Willy, quiero conocer a tu otro willy). Y yo, obediente, le piqué un diente con rima de propina” (“my NAME is willy”, pág. 115).

Willy, el memorioso

Otro de los temas básicos es el deslinde que hace el autor sobre la memoria narrativa, aunque inicia con esto que poco interesa a la ficción: “De las cincuenta crónicas, solo una es producto de mi entera imaginación; el resto juega a la ambigüedad con la veracidad de los hechos” (“la LUMINOSIDAD del sendero”, pág. 21). Es mejor asumir de entrada que los relatos son provocados por reminiscencias y por esa resaca que fluye de hechos aún sin cabida en la existencia del autor; es decir, esos sucesos no vividos, ficticios, se hacen visibles y toman cuerpo en él, no se han conocido nunca pero están ahí presente. El mismo escritor lo constata cuando apunta con lucidez que “esa anécdota encubierta también creo haberla vivido, pues si la añoranza de algún hecho permanece en la memoria y esta la transforma y amolda a sus propias circunstancias, termina siendo verdad absoluta (...) tal historia imaginada la he interiorizado tanto que hasta yo mismo he terminado por creérmela” (“la LUMINOSIDAD del sendero”, pág. 21). Y es que la memoria sirve de base a la imaginación y a la fantasía; el escritor relata lo que su imaginación asociativa le ofrece. Tras un pasaje onírico o sexual, siempre hay un trasfondo donde se imantan lo real y lo irreal, lo vivido y lo ficticio, cuyo tono narrativo nos encandila cuando cuaja como en el siguiente fragmento: “Las noches inglesas eran una jungla, me internaba a rastras entre matas rocambolescas, fluía a nado limpio por ríos imaginarios o me deleitaba viendo cuerpos incoloros, moviéndose torpemente con alguna canción al borde de la barra” (“papaver SOMNIFERUM”, pág. 121). En El sendero luminoso del placer los tipos de recuerdos son muy variados. Algunas crónicas están narradas con mayor memoria visual: “Mi cuerpo se convulsionó girando en el universo, la aureola divina que llevaba en la cabeza se esfumó al instante y sentí caer en tierra. Fue como si mil relámpagos me electrizaran la piel desnudando mi espíritu. Atontado y tembloroso, la vi internarse en las malezas y despedirse con una guiñada coqueta” (“papá, quiero ser PAPA”, pág. 33-34), “Subí y la vi recostada como vino al mundo, tenía la piel canela refulgente, unos ojos saltones aunque medio achinados, y un cuerpo profano” (“con DON preservativo”, pág. 145). Otros relatos poseen mayor memoria auditiva, y también están las que tienen mejor memoria motora (sobre la base de ejecución de movimientos). Aquí aparece toda la retahíla de escenas sexuales, divertimentos lúbricos y bailes desenfrenados de la onda metalera (tendríamos, pues, que trascribir buena parte de las crónicas del libro). Y claro, no podían faltar los de mayor memoria olfativa que hasta podrían dar arcadas a un lector sensible por las escenas malolientes y pestíferas, presentes, por ejemplo, en “¿PEDÓfilo?”, “¡chúpate ESTA!”, “LIMA-madrid”, “SIKY nanay”, “la CAGADA”.

Es como si el autor, inmerso en una “regresión” psíquica, nos hiciera ingresar a su libro para involucrarnos en esos retazos de vida alegre y disipada que, a manera de slides fílmicos, van proyectando situaciones cada vez más embarazosas y divertidas. No se oculta nada. Aunque algunas veces nos gustaría que el autor ampliara tal o cual escena, o se detuviera un poco más, por ejemplo, en esa etapa en embrión, en donde el bebé Willy “ebrio y enrollado en su cordón umbilical, me mira con fijación a los ojos, hace un guiño cómplice y alza la mano como si sostuviera un vaso de cerveza diciéndome: ‘Salud, huevón’”. (“desde el VIENTRE de mi madre”, pág. 30).



Coda

Nada nos costaría nombrar aquí ese realismo sucio y urticante que ha venido inundado compulsivamente las trastiendas de nuestra literatura salvo el problema mismo de su desgaste como género; francamente, a veces fastidia ese remoquete nihilista que se asignan muchos de sus autores, institucionalizando una temática bastante trasegada que linda con los estereotipos, del  maniaco depresivo, alcoholizado, producto del derrumbe familiar, sórdidas historias por debajo de la escala de los valores sociales. Esto no significa que el libro de Willy del Pozo esté exento de aquellos síntomas virales que son una marca generacional. Lo que lo salva de caer en ese ambiente mórbido y desesperado es un humor a dentelladas, bendito humor que apicara la prosa y da una versión más creíble del ser en su arrebato existencial pero que sabe burlarse de sí mismo. Por ello, la impostura, el chiste y la ironía son elementos primordiales que funcionan dentro de los párrafos, oxigenando aquellos espacios opresivos, sin salida, del alma humana. En todo caso su “malignidad” radica en su objeto de libro trampa, donde el narrador mina las zonas del lenguaje para poner al descubierto modelos de dependencia mental, poniendo a prueba la capacidad de aguante del lector en cada relato, impulsado a leer entre líneas, antes de oler esfínteres o terminar muerto de risa, al pisar una granada verbal. De allí sus personajes folletinescos que fácilmente pueden ser llevados al comic, antihéroes ridiculizados, confundiéndose con su propio creador.

Y es aquí que estos relatos escatológicos están más cerca de la estación altazoriana que del mismísimo Oharak. El humor es vanguardia, es un ejercicio de libertad pero, principalmente, es la vida y el arte tiene que ser, pese a sus estancos de niebla,  una manifestación de ella. En su propio itinerario vital el narrador es, además, un próspero y exitoso editor que viene imponiendo su sello en el mercado nacional e internacional; la vida le sonríe o él se ríe de ella, por eso firma su libro como Willy del Pozo y no como Karl Oharak, cínico príncipe de la demonología. Junto a ellos, pero en ribera opuesta aparece el lírico y casto Abril Alonso, su ángel bueno. En el fondo, hay la necesidad de refundar una nueva ética para llenar el vacío existencial  de la época, como ya lo anunciaba el viejo Altazor: “Abrí los ojos en el siglo/ En que moría el cristianismo/ Retorcido en su cruz agonizante/ Ya va a dar el último suspiro/ ¿Y mañana qué pondremos en el sitio vacío?/ Pondremos un alba o un crepúsculo/ ¿Y hay que poner algo acaso? Aunque parezca un chiste (¿otro más?) el libro es una apuesta contracultural por la vida, por la descarriada existencia, de esa “existencia –al decir de Vallejo- que todaviíza perenne imperfección”. Sus páginas reflejan el alma de un  travieso creador. A fin de cuentas aún es el “bueno” de Willy en su versión pesadillesca y metalera.

Estas crónicas trasnacionales, ambientadas muchas en Lima, Huamanga, El Puerto de Santa María (España) y Bournemouth (Inglaterra), tuvieron una primera infiltración clandestina en Huamanga, cuando aparecieron como entregas semanales en el Diario Jornada, a partir del 2005. Es curioso señalar que desde su tierra asolada por la vorágine senderista en los ochenta, algunas décadas más tarde, Willy del Pozo repetiría con sus relatos un senderismo atípico, enteramente carnal y hedonista que da al traste con un estilo afectado y literario, para ponerle un coche bomba al aburrimiento, y adentrarse en las zonas más erógenas y descastadas de la sociedad, desvirgándola en su propia piel, en sus miríficos olores y en su modorra. Un libro que se abre como una fiesta dionisiaca de los sentidos.


lunes, 26 de octubre de 2015

ALGUNAS CALAS SOBRE LA POESÍA DE CARLOS ZÚÑIGA SEGURA





Como en la vanguardia de los años veinte, aquellos poetas que empezaron a publicar en los  setenta fueron en su mayoría de provincia. En el ritmo de un proceso reformístico, eminentemente social como el velasquista, estos jóvenes encontrarían afinidades espirituales  en la creación de colectivos. Unos más que otros, incorporaron un sello distintivo a ese lenguaje duro de la calle, una respiración sanguínea y visceral que signaría a gran parte de los poetas de dicha generación, entre ellos, los de Hora Zero, punta del iceberg que ocultaba en su fondo a las individualidades creadoras que abrían el abanico con otras propuestas: lenguaje depurado, onirismo, ludismo verbal, y una participación sin exasperaciones parricidas. Pero la época, amplificada por el discurso político y social, sintonizaba mejor con la respuesta grupal y coral, sin que ello invalidara, por supuesto, el trabajo de aquellos que sin dejar de ser solidarios con sus compañeros de ruta, mantenían su independencia en el aspecto poético.

Carlos Zúñiga Segura, natural de Tayacaja (Huancavelica), nunca dejó de restituir a su palabra los aromas y la sangre del paisaje andino junto con la visión onírica del mar, producto de una larga residencia en el distrito limeño de Magdalena. No podríamos afirmar en su caso, que es un desarraigado. Más bien ese arraigo del paisaje aparece en diferentes gradaciones y tonos en su palabra, decantándose a partir de Inauguración de la ausencia (1979) en una floración de imágenes sugerentes. El poeta, desde un inicio, aborda un lenguaje cultista, destacando su actitud prístina y auroral, en la forma de encarar la poesía. En “Noctívago” –uno de sus más intensos poemas- el recuerdo doloroso de la madre lleva implícita aquella imagen de gestación o encubación del amor: “Cuando ella se fue llovida de azucenas/ la alta tierra quedó a oscuras./ No más amaneció el día llevando su antigua luz/ a nuestros recodos desolados”. Los siguientes textos: Señor de Marbella (1983) e Imperio del azar (1986) acentúan ese sentido iniciático donde la imaginería verbal despunta en esos “jilgueros de turqueza”, en la “cascada de crisálidas”, en un “aroma de arpegios”, etc. Junto a ello un franco erotismo fluye a través de imágenes plásticas, cargadas de sensualidad: “Tú y yo al enarbolar cabelleras devoradas por el viento parecemos arder en el aire. Los mismos abismos se hacen caminos, las torrentes acompañan nuestra carretera, la luz que guarda memorias de primaveras, fuente de perfume y nubevoz de la tierna edad, reina ahora en esta estancia que no tiene más gala que el fugaz ensueño en cuya tibieza todas las flores huelen a miel  y a mujer que corona la noche con gozosa sensualidad” (Luz lúnula). Adivinamos en “Invocación” y “fuerza del paisaje” -poemas del Señor de Marbella- (título también anticipatorio ) y, de modo general, en el ritmo sostenido de sus textos en prosa de Imperio del azar el preludio  hacia otra estancia en donde el canto, la danza y la invocación han de expresar con vigor, el regreso a la semilla, esta vez, con neta afirmación telúrica. Paralelamente, el poeta manejaba otros registros: concretismo (Aeroestrella, 1976-79), poesía infantil (Ángeles de sandalias azules, 1985) haikus (Estambres de plenilunio, 1990). Este último, nos perfuma con pequeños trazos de poesía, depurados y precisos.



Una etapa decisiva se inicia con El espíritu del violinista y Memorias de Santiago Azapara Gala, Gran Señor de Tayacaja que inicialmente fueron publicados en separatas independientes, y con los poemas que integran Hijos del arcoíris (2004-2014). Con ellos Carlos Zúñiga marca una vuelta no solo hacia la búsqueda de su identidad andina sino también va al encuentro de la esencialidad raigal de la palabra recreada, esta vez, en la memoria colectiva de personajes míticos o mágicos, como el violinista Yanapadre San Cristóbal, Poñahuac Llamarcay, la voz del viento, Curambayo, Catalina Wanka, Tayahuamán, hilanderas, danzantes de tijeras, etc. El espacio del canto, en su forma hímnica, así como la referencia histórica y cultural son elementos primordiales que, complementan aquella límpida visión onírica y exótica de sus anteriores poemarios. Esta nueva etapa -consecuencia de aquella- es a nuestro parecer, la que mejor representa los hondones del poeta, su marcada individualidad y su permanencia dentro del panorama de la poesía peruana.

Queremos detenernos en un texto medular, incluido en algunas antologías: Memoria de Santiago Azapara Gala, gran señor de Tayacaja. El poeta habla con voz de este dios tutelar que, simultáneamente, es el de la propia poesía: “hablo con el espíritu del viento (…) escucho a los seres queridos que han partido”, “mi nombre es el pasto que crece dulcemente, abrazado al corazón de la gente”. Percibimos en todo el poema –escrito a la manera de un gran mosaico- un centro vital y magnético del cual giran las estrofas y las imágenes, fluyen diversos tiempos y espacios; se convoca a múltiples personajes: dioses, cerros, indios, animales, etc. La voz poética va registrando los acontecimientos, guardados celosamente por la memoria popular. Tradición y modernidad se entrelazan para ofrecernos el mural de todo un pueblo. Al lado del “amor milenario de los Apus y la Pachamama”, está señalado “la llegada del primer carro de Huancayo a Pampas”.

En este poema lírico y narrativo, a la vez, Carlos Zúñiga Segura logra enhebrar la hermosa crónica de Tayacaja, región enclavada en los andes centrales del Perú. Se ha embebido del manantial materno para arrancar de sus entrañas estremecidos acordes de su canto esperanzador: “Acaricio la espiga de esperanzas que nacen/ con el canto de los pajarillos al amanecer”, “No me niegues tu compañía:/ cada mañana que canta/ cada noche que llora”. Es así que hay en Zúñiga un avance del sentido estético-lírico de sus primeros libros hacia el sentido ético y épico de una segunda etapa, conformada por textos que traslucen su nervio, su temple, su arraigo mágico y andino.