ALGUNAS CALAS SOBRE LA LITERATURA DEL
CALLAO
Por: Antonio Sarmiento
La literatura
chalaca se enmarca en el vasto panorama de la literatura nacional; sin embargo,
tiene marcas específicas que la diferencian de la literatura de otras regiones del
país. Inclusive, se distingue de otras zonas costeñas y portuarias. Estas características
distintivas hacen de ella un territorio creativo relacionado con las
vicisitudes por las que ha atravesado el Callao en su historia, con las
peculiaridades demográficas, económicas y culturales de la región. Mostrar estas
líneas y tendencias es de suma importancia para establecer la personalidad
literaria, que pueda significar el real aporte de los creadores chalacos a las
letras peruanas.
Tendencias
de la literatura chalaca:
1.-
Un sentimiento de arraigo: orgullo y afirmación en la identidad
Los afluentes
creativos de los escritores del Callao desembocan en una robustecida tradición,
con un fuerte color local. Por lo general, el escritor chalaco es muy apegado a
los géneros donde pueda exponer su sentimiento de arraigo. Esta cualidad se
aprecia aun cuando los autores pertenecen a diferentes etapas o generaciones. En sus obras cada uno de ellos nos ofrece una
imagen propia del ambiente del Primer Puerto, que se extiende a las zonas de
sus siete distritos.
Poesía
En el campo lírico,
el antecedente más lejano de esta mirada localista se inicia con los
integrantes de las “Generaciones heroicas”:
Federico Flores Galindo (1846-1905), Rosendo Melo (1847-1919), Carlos Emilio
Siles (1865-1888), Remigio Silva Fernández (1876-1962), Alberto Salomón Osorio
(1877-1919). Situados entre dos fechas claves: el Combate del Callao del 2 de
Mayo de 1866 y la Guerra del Pacífico, estos escritores transitan alrededor del
verso cívico y patriótico, con tono épico-dramático, como se aprecia en la
ofrenda lírica de Carlos Emilio Siles en homenaje por el triunfo alcanzado contra
la escuadra española:
“Tú el pueblo que
más tarde/ cuando la patria despertado había/ de su profundo sueño,/ demostró
de la lucha en el empeño/ ser rival de los hijos de Pelayo/ y encendió con el
fuego de la gloria,/ para alumbrar los fastos de su historia,/ -faro de eterna
luz- El Dos de Mayo”.
En las décadas 20
y 30 del siglo XX destacarán: Carlos Contreras Espichán (1901-1953), Carlos
Fernández Prada (1909-1932), Carlos Concha Boy (1910-1929) y Cosme D´Arrigo
(1896-1961). Ellos se mantendrán al margen de la metáfora vanguardista y
estarán más cercanos por el apego al terruño, a un postmodernismo que prioriza
la ciudad, como se aprecia en los sonetos chalaquistas de Contreras Espichán,
autor de Ciudad lírica (1940). La poesía del también músico Alfonso de Silva (1903-1937)
seguirá una ruta distinta -que contiene la impronta de su vida dolida y
aventurera- donde aparecen la representación del tiempo, el espacio, el
infinito, el recuerdo, la tristeza, la pérdida o ausencia, el cansancio, todo
cubierto por una especie de neblina o de mortecino resplandor que se
corresponde con su gran y sincera emotividad.
La generación de los
años 40 y 50 presenta un elenco de autores con tendencias variadas: una nota
lírica de apego a la patria, a la naturaleza, en la poesía de Arrigo Sissa
Piaggio (1914); tradición y dosis de humor, en Juan Malborg Ratto (1915); una
tendencia hacia lo social en Carlo Magno Lombardi Loredo (1919) y en Juan
Aguilar Derpich (1921-2005); una palabra que roza los conflictos interiores, en
Nello Marco Sánchez Dextre (1926-2020), y en Adolfo Chipoco Malborg (1929-2014)
se aprecia un apego al verso clásico español. En estos años aparece un poeta
culto y refinado, gran conocedor de la modernidad literaria: Raúl Deustua
(1921-2004) que dejó una obra con imágenes oníricas, como arrancadas del
silencio y el sueño, en Arquitectura del
poema (1955).
La generación del
sesenta es una de las más ricas de la lírica chalaca, con la presencia de la
agrupación poética Línea Héter, cuyos fundadores Juan Gómez Rojas (1934-2013) y
César Gallardo y Guido (1939-2004), realizaron una indagación introspectiva del
Callao, a partir de una palabra íntima y emotiva. Además esta generación significó
la consolidación de la imagen contemporánea, subjetiva (marcadamente compleja y
simbolista) sobre la imagen tradicional, objetiva (marcadamente romántica,
modernista). Un soneto, por ejemplo, de Carlos Contreras Espichán lo mismo que
un poema de respiración humana y entrecortada, de César Gallardo y Guido afirma
la identidad del porteño, pero lo cierto es que varios de estos líridas de los
años 60 construyen poéticas de gran nivel formal, que van a la par con otras poéticas
de autores representativos a nivel nacional. También participaron en Línea
Héter, -aunque por edad forman parte de otras generaciones-: Aída Tam Fox (1934),
Carlos Orellano Miranda (1936), Fernando Sánchez Olivencia (1946-2014), Carlos
Alegre Ramos (1947-2015), Miguel Cabrera (1945) y Mario Aragón Urquiza (1975),
cada uno con estilo y maduración diferentes. Un vate chalaco del sesenta:
Guillermo Chirinos Cúneo (1946-1999) con el libro: El idiota del apocalipsis (1967), se convierte en referente de las
nuevas promociones por su poética que conjuga psicodelia y barroquismo. También
destacamos la palabra esencial de Benito Gutti y Catalán (1936).
En las siguientes
décadas 70, 80, 90 y 2000 los vates chalacos continuarán este fervor creativo siguiendo
varias vías o tendencias: una poesía coloquial, a tono con la vida azarosa en la ciudad, o con la postura crítica y
social: Ricardo Pérez Torres Llosa (1942), Ricardo Vacca Rodríguez, Francisco
Ponce Sánchez (1942), Humberto Pinedo (1947-2017), Carlos Orellana (1950),
Sandro Chiri (1958), Jimmy Calla Colana (1959), Gerardo Fernández (1967); la
vocación intimista, amorosa, de cantar paisajes interiores o a la propia
naturaleza: Julia Alicia Mendoza Silva (1934), Aurelio Alberti Berenguel
(1934-2015), José Guillermo Vargas (1938), Danilo
Sánchez Lihón (1943), Sarah Ampuero de Mendizábal (1946), Eduardo Arroyo (1948),
Rita Mongrut Villalobos (1950-1989), Alejandro Medina Bustinza (1954), Martha
Morán Salazar, José Luis Ramos Flores (1968), Robert Moreno (1977), Juan Andrés Gómez (1982); la
palabra como artefacto poético o de la llamada poeticidad: Mario Montalbetti
(1953), Jorge Eslava (1953), Antonio Sarmiento (1966), Santiago Risso Bendezú
(1967), Rubén Silva Pretel (1970), Gabriel Espinoza Suárez (1971), Rubén Quiroz
Ávila (1975), Cristhian Gonzales Rosillo (1991); la tendencia popular con sentimiento
afrodescendiente: Máximo Torres Moreno (1949) y Maritza Joya Muñante (1959); el
romance y estampas del Callao: Eugenio Hernández Carreño (1931), Pedro Rivarola
Urdanivia (1935-2005), Óscar Aguirre Mendiz (1935), César Iturregui Salazar
(1941); la décima a través de Segundo Robles Escalante (1954); y una vertiente
que apunta a la literatura infantil y juvenil, acompañada de otras temáticas,
en Carlos Alegre Ramos, Roberto Rosario Vidal (1948) y Mario Aragón Urquiza.
Novela
y relato
En el género
novelístico y el relato corto -aunque hay un menor número de obras publicadas
con relación a la poesía- hay trabajos de gran calidad y recordación, como Sanatorio de Carlos Parra del Riego
(1896-1939) –hermano de Juan Parra del Riego-, en donde se relata el drama de
pacientes con tuberculosis, cuyo personaje central gira en torno de una
atmósfera dolida y a la vez tierna. Otra novela importante es Panoramas hacia el alba de José Ferrando
(1911-1947), finalista en el concurso latinoamericano de novela que organizó la
editorial norteamericana Farrar & Rinehart Inc., de Nueva York, en 1940. Ambientada
en parte en el Callao, destaca por ser una de los primeros brotes del realismo
urbano de la novela peruana. Junto con la crítica social que formula aparece
ese sentimiento de arraigo por la patria chica:
“En el viejo
Callao encrucijado, de callecitas de juguete, a través de algunas de las cuales
los balcones parece que fueran a besarse; donde a cada trecho un bar
cosmopolita destila avinagrado tufo y vomita sesgados pasos ebrios; donde se
escuchan claxons estrangulados entre la alta noche ionizada de silencio,
desgarrado a retazos por hipos de canciones de alegría triste y pianolas
sonámbulas”.
Sorprende la calidad
narrativa de Katia Sack Yépez (1938), que a muy temprana edad publicó novelas en
donde “se advierte madurez sorprendente en el uso de lenguaje, las palabras son
escogidas con notable comprensión de su oportunidad”, según señaló Dora Mayer
en la presentación de su libro de relatos: Su
majestad el destino (1956). También debemos mencionar: La leyenda de todos y de nadie (1957), La mojigata (1958), y Los
títeres (1960). En una orientación cosmopolita y social se ubica la
narrativa de Juan Aguilar Derpich, en obras como Nueva York, Infierno Gris (1961), La Majá o el pérfido de Julián,
(1963) y Se Alquila cuartos amoblados
(1964). Nello Marco Sánchez Dextre ofrece una visión cotidiana y bullanguera
del hombre de la ciudad y de la barriada, en De todo hay en la viña del señor (2007). Por su parte, Alberto
Tocunaga Ortiz (1940) realiza una introspección de la vida porteña a partir de
un espacio simbólico y marginal, en El
corralón (1988):
"Afuera, las
demás casitas del corralón se veían como espectros que se levantaban en la
oscuridad plomiza de la noche. Se fue a dormir. Cuando Bernardo llegó a
Chucuito, antiguo distrito de pescadores, la neblina de la mañana estaba
encajonada en todas las calles. El Colegio Nacional Dos de Mayo del Callao se
veía como una luz empavonada en medio de la niebla”.
En Tres lobos de mar (2006), Carlos Jallo
funde lo popular y lo culto, con escenas de gran verismo que se desarrollan en
el puerto. Jorge Eslava -autor de múltiples relatos- en La horca del pirata (2011), transita en la novela fantástica y
juvenil; Dante Castro Arrasco (1959), ganador del Premio Internacional Casa de
las Américas (1992) con Tierra de
Pishtacos, toca el tema de la
violencia política y los problemas sociales del país. En los relatos “Ofrenda
para tu retrato” y “Cara mujer”, (publicados en Otorongo, 1986) aparecen paisajes exteriores e íntimos del Callao,
con una prosa directa y descarnada. En Crónica
de la esquina del cañón (2016) Samuel Soplín Escudero da cabida al espacio autobiográfico,
a la par con la ficción literaria. Óscar Espinar La Torre (1943) y Fabrizio
Tealdo Zazzali (1979), se pliegan a la novela histórica en Un almirante inglés en el Callao. Memorias de la independencia (2014) y
El marqués en el exilio (2016),
respectivamente. Esta última recuerda el sitio del Callao en la figura de José
Ramón Rodil; Reynaldo Santa Cruz (1963) recrea temas polémicos en torno a Dios
y la religión, en La Muerte de dios y
otras muertes (1990) y El
Evangelio según Santa Cruz (1998); Alfredo Ormeño Felice (1945) da vida a personajes evanescentes que marcan las pautas de sus relatos marinos, en Del mar y otros sueños (2021); y Bernardo
Valdivia Merino (1964), arma una ficción encantatoria del fútbol, en El torneo del fin del mundo. En el
género de la fábula destacan los hermanos gemelos Juan y Víctor Ataucuri García
(1957) con Fábulas peruanas (2003).
Crónica
Junto a la poesía
y la novela el Callao también se reinventa en las voces de escritores que
ejercitaron la crónica, la semblanza y el cuadro de costumbres, entre ellos, Remigio
Silva Fernández, en El Callao, ligeros
apuntes (1924); Néstor Gambetta Bonatti (1894-1968), con un estilo elegante
en Cosas del Callao (1936) y Genio y figura del Callao (1968), evoca
imágenes entrañables, como se aprecia en la estampa “El Muelle y Dársena”:
“El Dársena está
aliado al Malecón que será siempre el más calificado y fiel testigo de las
mocedades de nuestros muelles. El Malecón es discreto. Es otro rincón del alma
porteña. El Dársena y el Malecón se contemplan en sus aspectos diametralmente
opuestos y que por lo mismo se tocan. En uno se contrae la vida; en el otro se
dilata. De día, en el Dársena todo es bullicio y ruido: de noche, el Malecón es
de música y risas. Esperanzas que se esfuman en el Dársena frente a la dureza
de la vida; en el Malecón, ilusiones que se agigantan en devaneos y promesas”.
Una mujer que dejó
huella en el periodismo nacional, Ángela Ramos Relayze (1896-1988) se refirió
al Callao desde numerosas crónicas. También lo hicieron Federico Flores
Galindo, en Salpicón de costumbres
(1872) y Leyendas y tradiciones en
prosa (1905); Jorge Lizarbe Valiente (1914-1975), en Callao: pueblo de civismo y tradición (1966); Nello Marco Sánchez Dextre,
en Añoranzas y vivencias del alma chalaca
(2003); Juan Arce Rojas: Tradición
del club Atlético Chalaco, en la historia del fútbol peruano (1945); Godofredo
Carrillo Panizo (1934), evoca la figura de personajes afrodescendientes, en Mis treintaicuatro negros recuerdos
(2007). Destacan, además, Manuel Zanutelli Rosas (1934): Evocaciones históricas (1978), Ricardo Pérez Torres Llosa: Callao: su presente y su futuro (2015), Hermilio
Vega Garrido: Semillas de identidad (2006),
Humberto Pinedo Mendoza: Rostros y rastros
del Callao (1992), Juan Pablo Musso: Luna
de cangrejos. Remembranzas chalacas (1991), José Bernales Vizcarra: El Callao y la historia. Relatos del abuelo
de ayer (1995), Jorge Vargas García: Identidad
chalaca (2021), Roger Honores Escobar: Mis
relatos de la historia del Callao (2022),
Santiago Risso Bendezú: Frontera al
Castillo del Sol (2002), Mario Aragón Urquiza: Callao Oculto1. Breve imagen de la historia del Callao (2019). Igualmente,
esta vocación entrañable por el Callao antiguo, aparece en páginas muy leídas a
través del Facebook, como Callao querido,
Callao añorado, de Reynaldo Marcial Pérez Ponce de León (1955); El Callao que se nos fue, de Ricardo
Gonzales Zapata; y Callao Centro
Histórico, de Juan Manuel Fernández Dávila (1973). No podemos dejar de
mencionar nombres destacados, provenientes de la investigación histórica (Francisco
Quiroz Chueca (historiador), del periodismo (Abraham Ramírez Lituma) y del
ensayo filosófico- político (Paul Laurent Solís), quienes han tratado temas –cada
uno de sus particulares puntos de vista- sobre identidad, sociedad y cultura
chalaca.
Teatro
La dramaturgia
chalaca tiene una figura central en Sara Joffré (1935-2014), fundadora de
Homero Teatro de Grillos (1963) en el distrito de Bellavista. Sus piezas
teatrales y su labor en dicho campo fueron fundamentales para la consolidación
de un movimiento teatral en Perú. Además, podemos mencionar algunas obras publicadas
en libro: Corazón de india. Comedia
en tres actos y un cuadro (1928), de Abelardo Arriola Ledesma; El último baluarte. Drama histórico en
dos actos y cinco cuadros (1957), de Álvaro Díaz; Los héroes y Grau. Drama alegórico en dos actos (1977), de Adolfo Chipoco
Malmborg. Raúl Deustua también publicó la obra de teatro en verso Judith, 47 (1948).
2.-
Un aura evocativa: el peso de la tradición y la historia
Cuando se lee a
autores chalacos se siente en sus escritos como un dejo de añoranza, de remembranza,
de hurgar en el pasado, en el origen del puerto. Aparece un efecto literario tratado
por preceptistas y especialistas en literatura.
El efecto de escribir como recordando. ¿Qué es lo que el escritor
recuerda? Recuerda el jardín primero, como señala Octavio Paz. El Callao en el
curso de su historia se nos presenta como una “ciudad lírica”, apelando al
título del poemario de Carlos Contreras Espichán:
“Oh
ciudad de ventanas achacosas
mar celeste, isla
rosa y cielo de oro:
no me tienes amor,
pero te adoro
y te canto en mis
versos y en mis prosas”.
Aparecen aquí
descritas algunas de las calas o constantes que definen la personalidad del
sentir lírico porteño. Aquel esmaltado “mar
celeste, isla rosa y cielo de oro”
-contenidos en un sobrio decorativismo pictórico- trasluce la búsqueda del
mito, ese espacio evanescente colmado de fantasía, con metáforas que nos
remiten a los orígenes. En esta ciudad de “ventanas achacosas”, de calles
“pequeñitas, torcidas, llenas de misterio” con balaustradas en los balcones se
asienta el poder evocativo del poeta chalaco que describe con intensidad y
nostalgia su terruño; algunas veces con temple romántico, y otras con largas
pinceladas costumbristas.
La afirmación “no me tienes amor, pero te adoro/ y te
canto en mis versos y en mis prosas” es
ya clásica expresión del sentimiento de este pueblo, tan similar a la de esa
canción-himno, titulada Nostalgia Chalaca
de Manuel Raygada Ballesteros (1904-1971), en donde encontramos los siguientes
tercetos: “Loca en mi alma se agita/
mi nostalgia infinita/ de volverte pronto a ver.// Jamás un instante te he
olvidado/ y estarás siempre grabado/ en lo más hondo de mi ser”, o de esos otros referentes
inolvidables del cancionero popular como Alma
de mi alma, Ventanita y Nube gris
del compositor y también poeta Eduardo Márquez Talledo (1902-1975).
Junto al lirismo
consagrado destaca la visión referencial, expresada en cuadros de costumbres,
descripción de solares, calles y plena identificación con la bahía chalaca.
Carlos Concha Boy refleja las vicisitudes del puerto en los siguientes versos: “Cuando la luz es pura/ y tocan las
campanas/ su buenaventura/ algo surgente/ me parece mi puerto./ Hay ruidos que
lejanas playas envían/ hombres que se acercan llenos de miseria/ hombres
sudorosos/ pasos cautelosos/ ¡y luego un colorido con luces de feria!”.
En las últimas
décadas, esta mirada literaria del Callao se extiende también a sus distritos más
alejados, como Ventanilla y Mi Perú, que tienen una población con un buen
porcentaje de inmigrantes, especialmente venidos de zonas andinas, por lo que
ese atribuido “chalaquismo” del escritor porteño se confronta con las nuevas
realidades surgidas en esos distritos.
3.-
Presencia del mar: elemento metafísico, el origen, el ser
Y como una
necesidad metafísica la presencia del mar se instala en el corazón del escritor
porteño. Su cercanía lo llevará a valorar el sentido de la tradición, muy
presente en esas puestas de sol y en sus periodos lunares. Atendiendo los
golpes métricos del mar, han aparecido libros donde el tema esencial es,
justamente, el componente marino, entre ellos: La nave en la senda (2002), de Nello Marco Sánchez Dextre; Íntimo
Ulises (1999), de Juan Gómez Rojas; Licor
de caracola (1980), de César Gallardo y Guido; Hezpez (1990), de Fernando Sánchez Olivencia; Puertos (2016), de Santiago Risso Bendezú; Dios, el mar y ella (2000) de Mario Aragón. Esta cosmovisión marina
ha sido sentida y cantada según la sensibilidad de cada autor. Por ejemplo, Carlos
Concha Boy lo realiza desde un estilo aireado en la tradición: “La tarde se
despereza y en el puerto/ la brisa juega cándidamente con las olas/ No sé… pero
a lo lejos hay un rumor incierto/ Y de lejos nos llega como un perfume de gladiolas…”
(“El puerto”). En César Gallardo el espacio marino se mimetiza con la
naturaleza humana:
“Tú eres alma,
mar,/ de todos los caminos/ y del hombre…/ Tu ola ala de lo lejos,/ rumor de
cancionero/ de vida y de la muerte…/ Tú que ruges, mar, gozas y levantas/ la
crucifixión del alma,/ el crudo pan del día/ y de la barca/ ¡Caramba!/ que no
vuelve,/ que no cesa,/ del remo y del que rema/ perfecto/ mi soñado lejos,
levantas mar.// Pronto mi sueño/ y mi lenguaje/ será mar,/ mar de caminar/ y de
beber/ lo azul de todo mar,/ de toda ala o fantasía/ detrás de los islotes,/
mar,/ allá,/ allá” (“Polen de gaviota”). Fernando Sánchez Olivencia, por su parte, apela
a cierto ludismo verbal con gran eficacia poética: “En la nueva embarcación/ no
va el animal/ vuelve la barca sin nosotros/ debajo del mar… Desfigurado el
barro del mago sembrador/ un pescado diluvial de tiempo/ solo sobrevive/ sin la
mujer del pez/ yo creo la nueva panza del mar” (de: Ezpez).
Coda
Estas
claves nos permiten entender la orientación espiritual por donde se han
encaminado los escritores chalacos: 1) la afirmación personal y heroica, 2) un
aura evocativa y la construcción del mito, 3) la presencia del mar como elemento
alegórico-metafísico. Vemos a través de esta evolución cómo la literatura porteña
surge y se afirma en la propia identidad.