Como en la vanguardia de los años veinte, aquellos poetas que empezaron a publicar en los setenta fueron en su mayoría de provincia. En el ritmo de un proceso reformístico, eminentemente social como el velasquista, estos jóvenes encontrarían afinidades espirituales en la creación de colectivos. Unos más que otros, incorporaron un sello distintivo a ese lenguaje duro de la calle, una respiración sanguínea y visceral que signaría a gran parte de los poetas de dicha generación, entre ellos, los de Hora Zero, punta del iceberg que ocultaba en su fondo a las individualidades creadoras que abrían el abanico con otras propuestas: lenguaje depurado, onirismo, ludismo verbal, y una participación sin exasperaciones parricidas. Pero la época, amplificada por el discurso político y social, sintonizaba mejor con la respuesta grupal y coral, sin que ello invalidara, por supuesto, el trabajo de aquellos que sin dejar de ser solidarios con sus compañeros de ruta, mantenían su independencia en el aspecto poético.
Carlos Zúñiga Segura, natural de Tayacaja (Huancavelica), nunca dejó de restituir a su palabra los aromas y la sangre del paisaje andino junto con la visión onírica del mar, producto de una larga residencia en el distrito limeño de Magdalena. No podríamos afirmar en su caso, que es un desarraigado. Más bien ese arraigo del paisaje aparece en diferentes gradaciones y tonos en su palabra, decantándose a partir de Inauguración de la ausencia (1979) en una floración de imágenes sugerentes. El poeta, desde un inicio, aborda un lenguaje cultista, destacando su actitud prístina y auroral, en la forma de encarar la poesía. En “Noctívago” –uno de sus más intensos poemas- el recuerdo doloroso de la madre lleva implícita aquella imagen de gestación o encubación del amor: “Cuando ella se fue llovida de azucenas/ la alta tierra quedó a oscuras./ No más amaneció el día llevando su antigua luz/ a nuestros recodos desolados”. Los siguientes textos: Señor de Marbella (1983) e Imperio del azar (1986) acentúan ese sentido iniciático donde la imaginería verbal despunta en esos “jilgueros de turqueza”, en la “cascada de crisálidas”, en un “aroma de arpegios”, etc. Junto a ello un franco erotismo fluye a través de imágenes plásticas, cargadas de sensualidad: “Tú y yo al enarbolar cabelleras devoradas por el viento parecemos arder en el aire. Los mismos abismos se hacen caminos, las torrentes acompañan nuestra carretera, la luz que guarda memorias de primaveras, fuente de perfume y nubevoz de la tierna edad, reina ahora en esta estancia que no tiene más gala que el fugaz ensueño en cuya tibieza todas las flores huelen a miel y a mujer que corona la noche con gozosa sensualidad” (Luz lúnula). Adivinamos en “Invocación” y “fuerza del paisaje” -poemas del Señor de Marbella- (título también anticipatorio ) y, de modo general, en el ritmo sostenido de sus textos en prosa de Imperio del azar el preludio hacia otra estancia en donde el canto, la danza y la invocación han de expresar con vigor, el regreso a la semilla, esta vez, con neta afirmación telúrica. Paralelamente, el poeta manejaba otros registros: concretismo (Aeroestrella, 1976-79), poesía infantil (Ángeles de sandalias azules, 1985) haikus (Estambres de plenilunio, 1990). Este último, nos perfuma con pequeños trazos de poesía, depurados y precisos.
Una
etapa decisiva se inicia con El espíritu del violinista y Memorias de Santiago
Azapara Gala, Gran Señor de Tayacaja que inicialmente fueron publicados en
separatas independientes, y con los poemas que integran Hijos del arcoíris (2004-2014).
Con ellos Carlos Zúñiga marca una vuelta no solo hacia la búsqueda de su
identidad andina sino también va al encuentro de la esencialidad raigal de la
palabra recreada, esta vez, en la memoria colectiva de personajes míticos o
mágicos, como el violinista Yanapadre San Cristóbal, Poñahuac Llamarcay, la voz
del viento, Curambayo, Catalina Wanka, Tayahuamán, hilanderas, danzantes de
tijeras, etc. El espacio del canto, en su forma hímnica, así como la referencia
histórica y cultural son elementos primordiales que, complementan aquella límpida visión onírica y exótica de sus anteriores poemarios. Esta nueva etapa -consecuencia
de aquella- es a nuestro parecer, la que mejor representa los hondones del
poeta, su marcada individualidad y su permanencia dentro del panorama de la
poesía peruana.
Queremos
detenernos en un texto medular, incluido en algunas antologías: Memoria de
Santiago Azapara Gala, gran señor de Tayacaja. El poeta habla con voz de este dios
tutelar que, simultáneamente, es el de la propia poesía: “hablo con el espíritu del viento (…) escucho a los seres queridos que han partido”, “mi nombre es el pasto que crece dulcemente,
abrazado al corazón de la gente”. Percibimos en todo el poema –escrito a la
manera de un gran mosaico- un centro vital y magnético del cual giran las
estrofas y las imágenes, fluyen diversos tiempos y espacios; se convoca a
múltiples personajes: dioses, cerros, indios, animales, etc. La voz poética va registrando los acontecimientos, guardados celosamente por la memoria popular.
Tradición y modernidad se entrelazan para ofrecernos el mural de todo un
pueblo. Al lado del “amor milenario de
los Apus y la Pachamama”, está señalado “la llegada del primer carro de Huancayo a Pampas”.
En
este poema lírico y narrativo, a la vez, Carlos Zúñiga Segura logra enhebrar la
hermosa crónica de Tayacaja, región enclavada en los andes centrales del Perú.
Se ha embebido del manantial materno para arrancar de sus entrañas estremecidos
acordes de su canto esperanzador: “Acaricio
la espiga de esperanzas que nacen/ con el canto de los pajarillos al amanecer”,
“No me niegues tu compañía:/ cada mañana
que canta/ cada noche que llora”. Es así que hay en Zúñiga un avance del
sentido estético-lírico de sus primeros libros hacia el sentido ético y épico de
una segunda etapa, conformada por textos que traslucen su nervio, su temple, su
arraigo mágico y andino.
Lo peculiar en las composiciones de Carlos Zúñiga Segura (Pampas, Tayacaja, 1942) resulta la distensiva coloquialidad atrofiante del factor lingüístico. En el nivel de la aprehensión y la formalización estructural, sus planteamientos no rebasan la base de la referencialidad elemental, por lo que no representa sino un anclaje antipoético fundado en la espontaneidad intuitiva de la palabra. En definitiva, este mecanismo fallido constituye un riesgo formal para los efectos codificatorios, puesto que obstruye el posible arraigo de la sugestividad de la escritura.
ResponderEliminarEn gran medida, el punto de vista contemplativo y la percepción mecánica de la referencialidad inmediata se traducen en un componente nocivo, el cual deriva en un lastre y tiende a sustraer la rigurosidad al contingente bosquejo del estrato sugestivo. Este desviacionismo afecta tangencialmente al trasfondo discursivo en que la simpleza expositiva del teluricismo y el cotidianismo adquiere relevancia ante la exigua sugerencia de cláusulas versales.
Texto extraído de Ámbito poético huancavelicano (2007) de Gamaliel Ramos Gutiérrez