sábado, 15 de octubre de 2016

UNA HOGUERA BAJO EL AGUA, DE VÍCTOR GUILLÉN



El espectro de un trombonista de jazz recorriendo la casa en que vivió; lugares reconocibles y transitables de Lima: el Olivar, la Plaza Bolívar, el nosocomio, Camino Real, el Club Tres Tres, el jardín, el patio de la casa refulgen con intensidad evocativa en las páginas del último poemario de Víctor Guillén, “Una hoguera bajo el agua”, título finamente labrado para sugerir el apagamiento paulatino del hogar (la hoguera) en un fondo sin lumbre/ sin amor. El epígrafe de Vallejo que abre el libro nos da un atisbo de la intención poética: “Todos han partido de la casa, en realidad, pero todos se han quedado en verdad”. Recurriendo a Heidegger encontramos algo con la misma impronta: «El modo como tú eres y yo soy, la manera según la cual somos los hombres sobre la tierra, es el habitar”.

Las imágenes que transcurren –a manera de slides sucesivos- tienen como marco referencial la época del 60, tiempo de guerra fría, de la utopía comunista, de la música de los Beatles. Bien, todo ello parece extraído de un libro de relatos populosos, de movimientos sociales, de bulliciosa cotidianeidad. El poemario no está exento de dichas pulsaciones de la vida en la urbe, pero este ritmo cardiaco presente en la realidad se interioriza, se internaliza en el sujeto poético que habla desde la bruma de su condición fantasmal. A pesar de su paradoja de músico fenecido, transita en el libro rumoroso de vida. En sus páginas aparece un lenguaje contrapuntístico, de diálogos y soliloquios que dan movimiento y agilidad a lo narrado. Igualmente, en algunos poemas el orden lineal del tiempo se trastoca, haciendo más entrañable y sugestiva su lectura, como se observa en el poema 3: “Corre la pelota azul…”. Hay allí una especie de simultaneísmo literario en donde el autor convoca diferentes tiempos y espacios como estrategia para revelar mejor su postura existencial, con un estilo fluido y profundo, sin afectaciones: “y trina el canario enjaulado/ y se acaba de pronto el día/ mientras corre la pelota azul/ desde las transposiciones/ entre los acontecimientos/ cotidianos que remarca/ la prensa local/ y el estallido de la beatlemanía/ en un mundo bipolar/ mientras cae la noche/ bajo un cielo sin estrellas/ y yo afiebrado de poesía/ tal como Li Tai Po/ en el siglo VIII/ escribo el primer verso:/ corre la pelota azul por el jardín/ con aparente automatismo surrealista/ y sin embargo son muchos los años ya/ que corre la pelota azul por el jardín/ y recién en este instante de luz/ me lo revela el poema”.

Tomando en consideración la densidad simbólica de la poesía de Víctor Guillén podemos encontrar varios ejes temáticos que expresan esa vecindad armoniosa entre la vida y la muerte, de ese trombonista que lucha por permanecer en este mundo o en todo caso “en su mundo”, como la niñez subordinada y temerosa de la autoridad paterna, la asociación entre locura y santidad, la expansión de las constructoras de edificios por la ciudad, etc.

Desde el punto de vista técnico, la voz del autor, en primera y tercera persona, despliega una oralidad que nos aproxima a las diferentes escenas, como una forma de ahondar en la esencia de lo vivido y lo recordado. El poema 4 plantea, por ejemplo, el desdoblamiento del músico al que se le aconseja no ingresar a su alcoba donde recién acaba de fallecer: “Pero no entres/ no deberías entrar/ las cortinas están cerradas/ y hay una oscuridad/ como la del fondo de tu ser/ lo inextenso/ un declinar sin parpadeos/ y ni siquiera la esperanza de la melancolía/ …un olivo/ …un pájaro mudo/ …un día domingo”. Fluye en todo momento una atmósfera sugerente que se difumina en los espacios de la escritura, dándole una mayor intensificación a lo evocado.  

En el poema 7, el personaje loco se enfrasca en un diálogo alucinado con el doctor que escucha al paciente, desvariar en su pasión por el otoño: “y era precisamente durante los otoños/ en que sonreía más/ bajo este santo cielo bajo y gris/ era feliz una felicidad redonda/ como la primera letra de la palabra otoño/ mi mes preferido/ como se lo dije/ pero de pronto/ sabe usted/ fui perdiendo poco a poco mi sonrisa/ hasta que un día/ desapareció por completo/ y desde entonces llevo este gesto adusto/ que usted mira en estos momentos/ (…)/ ¡ah!/ y a propósito de los otoños/ dígame doctor Medina/ ¿cuántos días faltan para el otoño?” Como se ve el vate usa los recursos narrativos con cláusulas dialogadas para redondear la comunicación, sabe dosificar su palabra de acuerdo a las particularidades temáticas de cada poema; no se extasía en el pleno lirismo y en las angustias del ser, hay composiciones que con cierto humor rompen la atmósfera dramática, que encontramos en otros textos, permitiendo así, la distención o relajamiento del lector, como en el poema 8, que relata la vuelta del espectro a casa. A pesar de que se recuerda la gravedad de su muerte, el desenlace de los acontecimientos son muy graciosos: “ya que si en vida fue su vivienda/ ¿por qué no ha de serlo hoy?/ cuando usted ha viajado/ tantos años luz/ para estar aquí?”. El músico moriría a causa de una caída violenta cuando tropezó con su amado trombón: “Ahora que usted ha retornado/ trayendo todo ese aire espectral a la casa/ y si le incomoda la presencia del abrigo negro/ no se preocupe que lo descuelgo/ del perchero en donde luce su magnífica hechura/ ¡imagínese!/ ¡como si no tuviese culpa de nada! y lo obsequio al primer ropavejero”.

Se cuela por entre los intersticios de los poemas una cadencia, una sutil melodía que podríamos aproximarlo al jazz que para Cortázar “era una música que permitía todas las imaginaciones”. En “Una hoguera bajo el agua” hay poemas que están llenas de imágenes y sonidos del jazz. El número 11 es un homenaje a la música, y el 16 y 17, bien pueden ser vistos, como dicen los entendidos, como un “impresionante jam sesión en solitario, un batido de free jazz plasmado en palabras, donde el argumento es solo un pretexto para improvisar, para ir re-creando, cambiando de escala según viene al caso, insertando notas disonantes si le apetece”. Dichos poemas son atípicos por su registro abigarrado, sin embargo no desentonan pues la línea temática sigue siendo la misma y no dejan de sumergirnos en nuestra condición humana: “El cuerpo enfundado/ en maligno abrigo/ deviene/ en cuervo o cuerpo/ el cuerpo y su abrigo/ negro/ no cuervo/ no cuerpo/ solo/ vuelo de cuervo/ el cuerpo/ así/ ni casa/ ni cuervo/ suman/ casa más cuerpo/ ni en el cuerpo/ que es la casa/ ni en la casa/ que es el cuerpo”.

“Una hoguera bajo el agua” es un poemario maduro, macerado con una palabra honda, de ritmo sostenido y contrapuntístico, capaz de dejar en el lector más riguroso una sugestión íntima, en cuya atmósfera tintinean los sonidos de la infancia, de la música, de la orfandad y la locura, de la remembranza y la muerte, estancias desarrolladas con maestría poética, y en donde Víctor Guillén da cuenta de la soledad que padece el lenguaje contemporáneo.




sábado, 23 de enero de 2016

JUAN MOSTO: PALABRA DE POETA


Por: Antonio Sarmiento


En 1988 se publicó el libro: “Juan Mosto Domecq: El Poeta de la Canción”, antología que recopila gran parte de los poemas musicalizados del querido y famoso cantautor, quien impuso su acento inconfundible en importantes festivales de la canción. Ya desde sus páginas y del mismo rótulo hay estampada una verdad ineludible, una característica esencial que se desprende de su estilo melódico y romántico. Y es que el autor de “Quiero que estés conmigo”, “Dolor de ausencia”, “Vamos a hacer el amor con amor” y de tantos otros temas inolvidables es un poeta en todo el sentido del término, que vuelca en cada frase, en cada motivo arrancado de una intensa y azarosa vida su compromiso con el amor, los ideales y la existencia. Este adensamiento verbal y emocional se visualiza, también, en la forma cómo el poeta pone su dulzura melancólica, aún en los momentos más exaltados y dolorosos. Tal vez esa atmósfera delicada y sensible provenga del recuerdo de su niñez llena de bullicios y alegría; pero también de muchas privaciones y necesidades. El asedio biográfico lo ha de seguir permanentemente.

         “Me quedo contigo”, libro de poemas que ahora prologamos, es un conjunto de 95 textos que hablan del cuerpo y del espíritu de la amada, así como de las distintas caras del amor que pueden algunas, incluso, surgir de experiencias desgarradoras; más nunca dejarán una mueca de amargura o escepticismo en el camino. Se redimen en el hálito fecundo de una palabra profunda de fe, de luz, porque Juan Mosto no es simplemente un poeta de corte amoroso, galante, fino, sino un poeta enamorado en “caliente” de la existencia; sabe tocarla en sus vísceras con sus triunfos y furias, sus vacíos y penalidades.

         De esta manera el poeta y el hombre estarán umbilicalmente unidos, y la poesía será una liberación en medio de la tormenta, fluyendo a partir de una realidad que acecha. Apostar por el espacio de la vida y de la palabra se constituirá, entonces, en una forma de rivalizar con el tiempo de la muerte, de la soledad y del vacío. En medio de la oscuridad habrá siempre un hombre solidario, que exulta y ama en comunión con los demás: Me quedo contigo/ porque me has hecho tan feliz/ en estos años,/ porque me hiciste olvidar/ mis desengaños./ Por tu manera de amar,/ porque te quiero,/ por devolverme la alegría/ de vivir/ me quedo contigo”.

En el siguiente trazo, el personaje de la mujer será también la propia poesía. Por allí se percibe el “arte poética” del vate: “Quiero que estés conmigo/ cuando llegue el silencio…/ Cuando me encuentre solo/ quiero que estés conmigo…/ Cuando no hayan aplausos, cuando no tenga amigos,/ cuando llegue el ocaso/ quiero que estés conmigo./ Compartiremos juntos/ lo mucho que nos queda,/ yo tengo para darte, cariño,/ una vida nueva”. Es la alusión a la creación poética –o a la misma poesía- vista como compañera inseparable, y que no se vanagloria ante la lisonja sino que mantiene una actitud digna, enhiesta, anónima, sin dependencias ni adornos lingüísticos. Ella existirá mientras alguien la lea.

Uno de los temas centrales en este libro se refiere a lo efímero y fugaz del tiempo, ante lo cual se yergue el rastro de lo permanente, la huella de lo que siempre ha de brillar en el recuerdo, que se actualiza en la eternidad del presente: “Te acordarás de mí/ cuando mires la playa/ y en el campo la hierba/ te regale su olor;/ en el verso dolido/ de un poeta amoroso/ y en el llanto de un niño/ encontrarás mi amor”.

Por encima de todo se exalta la vida a través de una palabra que se da entera, a grandes brazadas. Su “unanimismo” u optimismo vital se concentra en “donde exista el amor,/ donde nunca haya guerras./ Donde no aniden jamás/ los rencores,/ donde vivan las flores,/ donde quieran a Dios”. Y todo ello significa hacer del amor, de la ternura, una melodía como estilo, una dulce y canora manera de vivir amando para contrarrestar el dolor que subyuga y las injusticias que deshumanizan.

Nunca el poeta dejará de lado la estampación de una impresión intensa. Y junto a ella la idea del autodidactismo y de la sabiduría brotada de la calle. El contacto con ella, que es la vida, y con el amor que todo lo absorbe permite que lo estético se una con la enseñanza, que en sí es bondad y belleza. Por eso, otra de las cualidades de esta poesía es que la palabra –merced a la madurez vital adquirida- se da a manera de iluminadores aforismos o sentencias que enuncian, a partir de sucesos cotidianos, una verdad indiscutible o una revelación trascendental igual para todos: “La única esperanza/ es que mañana/ se acabe la tristeza”, “¡Marchemos todos juntos!”,  “Mira el mundo y verás/ lo que hicieron tus manos”, “Una pena más/ es una gota de agua/ en el océano para mí”, “Que no importa la edad/ ni el color de la piel,/ que se puede olvidar el dolor/ cuando llega sincero el amor”.

El autor quiere que su poesía sea una experiencia de humanización. Estética y sentido ético de la vida se dan la mano, en el descubrimiento del alma de las cosas, en la mirada sencilla y cotidiana, en el desprendimiento del ropaje artificioso del lenguaje. Con ello el querido maestro puebla sus poemas con héroes anónimos del pueblo. Escribirá a la barrendera, a los niños que suben a los micros a cantar, al albañil, al obrero, a la madre. Por esta ruta se abraza con ese otro bardo inmortal de la música: Felipe Pinglo Alva, a quien rendirá un hermoso homenaje: “¡Pintor de poemas!/ es tu pluma el pincel/ que impregnado de amor/ va cantando a la vida // es la llama encendida/ que siempre alumbrará/ la esquina de mi barrio,/ mi callejón querido/ y el canto aprendido/ de tu inspiración”. Lo que él dice de su amigo el poeta Juan Gonzalo Rose también podría aplicarse a su propia obra y a su vida: “¡Se llamaba Juan!/ Pescador de luces,/ cartero de pobres,/ soñaba en su canto/ un mundo mejor./ Juan de la bohemia,/ Juan de la poesía,/ Juan de la tristeza,/ Juan de la amistad”.

Poeta capaz de vivir absorto y ensimismado, Juan Mosto se maravilla ante la contemplación de la belleza tanto de la tierra como del cielo. Esa admiración, esa emoción, será con seguridad la que permite que las cosas se renueven permanentemente. Por eso la fina compositora Consuelo Saravia Chávarri al dedicarle unos versos usa la imagen de la noche estrellada para sugerir que el poeta es un creador absoluto, capaz de extraer de su cofre personal incalculables tesoros líricos:

“Poeta de la canción
le llama el Perú entero,
porque escribe con luceros
pentagramas en la luna;
porque tiene la fortuna
de coger miles de estrellas
y engarzar con todas ellas
trazos de luz en la bruma”.