Por: Antonio Sarmiento
En 1988 se publicó el libro: “Juan Mosto Domecq: El Poeta de la Canción ”, antología
que recopila gran parte de los poemas musicalizados del querido y famoso
cantautor, quien impuso su acento inconfundible en importantes festivales de la
canción. Ya desde sus páginas y del mismo rótulo hay estampada una verdad
ineludible, una característica esencial que se desprende de su estilo melódico
y romántico. Y es que el autor de “Quiero que estés conmigo”, “Dolor de
ausencia”, “Vamos a hacer el amor con amor” y de tantos otros temas
inolvidables es un poeta en todo el sentido del término, que vuelca en cada frase,
en cada motivo arrancado de una intensa y azarosa vida su compromiso con el
amor, los ideales y la existencia. Este adensamiento verbal y emocional se
visualiza, también, en la forma cómo el poeta pone su dulzura melancólica, aún
en los momentos más exaltados y dolorosos. Tal vez esa atmósfera delicada y
sensible provenga del recuerdo de su niñez llena de bullicios y alegría; pero
también de muchas privaciones y necesidades. El asedio biográfico lo ha de
seguir permanentemente.
“Me
quedo contigo”, libro de poemas que ahora prologamos, es un conjunto de 95
textos que hablan del cuerpo y del espíritu de la amada, así como de las
distintas caras del amor que pueden algunas, incluso, surgir de experiencias
desgarradoras; más nunca dejarán una mueca de amargura o escepticismo en el
camino. Se redimen en el hálito fecundo de una palabra profunda de fe, de luz,
porque Juan Mosto no es simplemente un poeta de corte amoroso, galante, fino,
sino un poeta enamorado en “caliente” de la existencia; sabe tocarla en sus
vísceras con sus triunfos y furias, sus vacíos y penalidades.
De esta manera el poeta y el hombre
estarán umbilicalmente unidos, y la poesía será una liberación en medio de la
tormenta, fluyendo a partir de una realidad que acecha. Apostar por el espacio
de la vida y de la palabra se constituirá, entonces, en una forma de rivalizar
con el tiempo de la muerte, de la soledad y del vacío. En medio de la oscuridad
habrá siempre un hombre solidario, que exulta y ama en comunión con los demás: “Me quedo contigo/ porque me has
hecho tan feliz/ en estos años,/ porque me hiciste olvidar/ mis desengaños./
Por tu manera de amar,/ porque te quiero,/ por devolverme la alegría/ de vivir/
me quedo contigo”.
En el siguiente trazo, el
personaje de la mujer será también la propia poesía. Por allí se percibe el “arte
poética” del vate: “Quiero que estés
conmigo/ cuando llegue el silencio…/ Cuando me encuentre solo/ quiero que estés
conmigo…/ Cuando no hayan aplausos, cuando no tenga amigos,/ cuando llegue el
ocaso/ quiero que estés conmigo./ Compartiremos juntos/ lo mucho que nos
queda,/ yo tengo para darte, cariño,/ una vida nueva”. Es la alusión a la
creación poética –o a la misma poesía- vista como compañera inseparable, y que
no se vanagloria ante la lisonja sino que mantiene una actitud digna, enhiesta,
anónima, sin dependencias ni adornos lingüísticos. Ella existirá mientras
alguien la lea.
Uno de los temas centrales en
este libro se refiere a lo efímero y fugaz del tiempo, ante lo cual se yergue
el rastro de lo permanente, la huella de lo que siempre ha de brillar en el
recuerdo, que se actualiza en la eternidad del presente: “Te acordarás de mí/ cuando mires la playa/ y en el campo la hierba/ te
regale su olor;/ en el verso dolido/ de un poeta amoroso/ y en el llanto de un
niño/ encontrarás mi amor”.
Por encima de todo se exalta
la vida a través de una palabra que se da entera, a grandes brazadas. Su
“unanimismo” u optimismo vital se concentra en “donde exista el amor,/ donde nunca haya guerras./ Donde no aniden
jamás/ los rencores,/ donde vivan las flores,/ donde quieran a Dios”. Y
todo ello significa hacer del amor, de la ternura, una melodía como estilo, una
dulce y canora manera de vivir amando para contrarrestar el dolor que subyuga y
las injusticias que deshumanizan.
Nunca el poeta dejará de lado
la estampación de una impresión intensa. Y junto a ella la idea del
autodidactismo y de la sabiduría brotada de la calle. El contacto con ella, que
es la vida, y con el amor que todo lo absorbe permite que lo estético se una
con la enseñanza, que en sí es bondad y belleza. Por eso, otra de las
cualidades de esta poesía es que la palabra –merced a la madurez vital
adquirida- se da a manera de iluminadores aforismos o sentencias que enuncian,
a partir de sucesos cotidianos, una verdad indiscutible o una revelación
trascendental igual para todos: “La única
esperanza/ es que mañana/ se acabe la tristeza”, “¡Marchemos todos
juntos!”, “Mira el mundo y verás/ lo que
hicieron tus manos”, “Una pena más/ es una gota de agua/ en el océano para mí”,
“Que no importa la edad/ ni el color de la piel,/ que se puede olvidar el
dolor/ cuando llega sincero el amor”.
El autor quiere que su poesía
sea una experiencia de humanización. Estética y sentido ético de la vida se dan
la mano, en el descubrimiento del alma de las cosas, en la mirada sencilla y
cotidiana, en el desprendimiento del ropaje artificioso del lenguaje. Con ello
el querido maestro puebla sus poemas con héroes anónimos del pueblo. Escribirá
a la barrendera, a los niños que suben a los micros a cantar, al albañil, al
obrero, a la madre. Por esta ruta se abraza con ese otro bardo inmortal de la
música: Felipe Pinglo Alva, a quien rendirá un hermoso homenaje: “¡Pintor de poemas!/ es tu pluma el pincel/
que impregnado de amor/ va cantando a la vida // es la llama encendida/ que
siempre alumbrará/ la esquina de mi barrio,/ mi callejón querido/ y el canto
aprendido/ de tu inspiración”. Lo que él dice de su amigo el poeta Juan
Gonzalo Rose también podría aplicarse a su propia obra y a su vida: “¡Se llamaba Juan!/ Pescador de luces,/
cartero de pobres,/ soñaba en su canto/ un mundo mejor./ Juan de la bohemia,/
Juan de la poesía,/ Juan de la tristeza,/ Juan de la amistad”.
Poeta capaz de vivir absorto y
ensimismado, Juan Mosto se maravilla ante la contemplación de la belleza tanto
de la tierra como del cielo. Esa admiración, esa emoción, será con seguridad la
que permite que las cosas se renueven permanentemente. Por eso la fina
compositora Consuelo Saravia Chávarri al dedicarle unos versos usa la imagen de
la noche estrellada para sugerir que el poeta es un creador absoluto, capaz de
extraer de su cofre personal incalculables tesoros líricos:
“Poeta de la
canción
le llama el Perú
entero,
porque escribe
con luceros
pentagramas en
la luna;
porque tiene la
fortuna
de coger miles
de estrellas
y engarzar con
todas ellas
trazos de luz en
la bruma”.