domingo, 1 de octubre de 2017

EL LADO MATERNO DE LA MUERTE, DE ÍTALO MORALES



Conocí a Ítalo Morales en 1999, cuando nos presentamos en uno de los tantos recitales que se dieron en el boulevar de Quilca. Con nosotros también estuvo el poeta Ricardo Ayllón. Fue un encuentro de chimbotanos, con música de los Pasteles Verdes y los Rumbaney. Ítalo recién había publicado una plaqueta de narrativa: Día de Suerte (1999). Luego, publicaría algunos libros de gran originalidad que lo situaron como un referente de las letras de Chimbote.  Junto a sus dotes innatas para la narrativa reconocí en él a un crítico y estudioso de la literatura, en cuyos trabajos se destacan la función del escritor como testigo de su tiempo y de su propia objetividad. Es un autor preocupado por el lenguaje,  en aspectos relacionados con la búsqueda de nuevos procedimientos lingüísticos, que lo llevaron a introducirse en el micro- ambiente del relato breve.

La calidad de libros como “El aullar de las hormigas” (2003) y “El Cielo Desleído” (2006), se encuentra en la preferencia por la disquisición existencial y filosófica, en los conflictos interiores, la historia humana y la propia ficción como elemento argumental; con los que busca la universalidad temática y la plenitud artística. Dichos textos contienen una función meta-literaria por el manejo del lenguaje, que se nutre de sus propias resonancias y sortilegios. De allí que el aparente nihilismo, la condición de lo metafísico o sus afirmaciones en torno a la vanidad de la filosofía –expresados con sarcasmo y lucidez- son puntos de partida para la valoración de lo poético, pues la poesía está en la modificación que suscita cada lectura en el individuo. En general, el micro relato se mueve en esta atmósfera sugerente.

En "El lado materno de la muerte” (Fondo Editorial del Instituto Pedagógico de Chimbote), Ítalo Morales pasa de la brevedad del texto, encapsulado, atomizado, hacia el registro narrativo amplio, de mayores posibilidades expresivas, sin perder esa capacidad de sugerencia muy marcada en sus mini ficciones.  Los seis relatos que integran el libro sorprenden por la recia personalidad de un estilo en constante experimentación. Por ejemplo, en el espléndido relato que da título al libro el autor nos introduce en un capitulo terrible de nuestra historia donde aparece una mujer campesina o madre coraje, inmersa en la violencia subversiva. El autor aborda la condición humana desde una visión existencialista y refleja la historia de este personaje como resultado de su esfuerzo de su lucha y agonía. En los otros relatos aparecen la soledad, el absurdo, la muerte, la esperanza y la desesperación como temas literarios, que adquieren su terrible y desnuda vigencia. Hay como una atmósfera sugestiva que recubre el espacio de cada uno de ellos, especie de halo poético que le da profundidad a lo narrado.

En efecto, más que representar líneas de argumento bien definidos, estos cuentos quieren evocar en el lector una serie de emociones. Tan importante son las cosas como los  vacíos, aquello que puede ser intuido antes que leído. Y esto podría ser la clave de la perspectiva literaria de su autor. La realidad no está solo en los personajes ni en las circunstancias, sino en el espacio que se encuentra entre ellos, que los alberga, los envuelve y los vincula irremediablemente. La construcción narrativa se sostiene en la creación de esa atmósfera necesaria, en la interiorización de los personajes, en sus búsquedas, en sus diversos paisajes sicológicos, en su “estar” que alude a frustraciones, tabúes, soledades, incomunicaciones, etc. Estas actitudes se integran dentro de las características de la narrativa contemporánea, ya señaladas por Ernesto Sábado cuando se refería a sus rasgos más relevantes, como la ilogicidad, el descubrimiento del otro, el mundo desde el yo, el tiempo interior, el subconsciente, la comunión.

En “La imagen materna de la muerte” hay la recurrencia de imágenes que golpean el libro de manera constante, como la presencia de la muerte, el coraje de la madre, el padre muerto por los senderistas, el maquillador de cadáveres. Sin embargo,  la muerte no es tratada como apagamiento, finitud, caducidad de lo terreno, estancamiento de vida, sino como un deseo de trascenderla. Los personajes finados dan atisbos de vida,  sugieren fantásticas impresiones o hablan desde la propia muerte.

En el desarrollo del cuento “La moto de Kafka”, el autor señala que “la probabilidad de encontrar un lector kafkiano en un país subdesarrollado era muy alta”. Aquí hay un mensaje que no es difícil formular: el mundo coherente que creemos vivir, gobernado por la razón y fijado en inmutables categorías morales e intelectuales, es en verdad una invención de los hombres que se superpone a la realidad absurda, caótica.
Respecto a las técnicas aprendidas, el narrador explica lo que quiere no a través del autor omnisciente, que lo sabe todo, sino mediante un contrapunto en donde un personaje habla del pasado y el otro desde el presente, de manera discordante, contradictoria. Lo mismo sucede con la objetividad, con la experimentación de la narración autobiográfica, con la presencia del “tú” y el “nosotros”, con la relación distinta entre autor y personaje, con el “llamado punto de vista” a partir de un foco desde el cual, por su mayor concentración, se mira toda la narración para iluminarla. De esta manera el personaje no está dominado por el autor sino que, por su libertad, se convierte inclusive en un coautor. A todo esto se podría agregar la ruptura del tiempo y del espacio, la belleza en las descripciones, la minuciosa elaboración del retrato
La incesante creación de Ítalo Morales, fluctúa entre la reflexión y el espíritu lúdico. Precisamente, estas dos vertientes –en donde la historia pensada rescata la memoria de nuestra identidad sumergida en la recreación de la palabra- tipifican toda la valiosa producción de un escritor cuyas alegorías representan el compromiso con la intensa y desgarrada condición humana. Sus relatos ofrecen un gran mosaico que revela, en su dialéctica, a los dos polos del país: uno es la patria exterior con sus dificultades y sus luchas por lograr una identidad aún no encontrada; el otro es la patria interior, en permanente zozobra, que quiere salir a flote, con situaciones y personajes evocados que quieren reestructurar, mediante la reflexión y la crítica, la vida interior del hombre.




sábado, 9 de septiembre de 2017

LOS VARIOS CAMINOS DE LA CONDICIÓN HUMANA EN “ESE CAMINO EXISTE”,  NOVELA DE LUIS FERNANDO CUETO

Por: Antonio Sarmiento

La guerra interna que asoló a nuestro país en los años ochenta ha sido abordada por un buen número de novelas que reflejan cada una, desde un punto de vista particular, toda la crueldad de esta lucha intestina entre los peruanos. En un primer momento, el foco de interés de dichas novelas se centró en la mirada del narrador quien juzgaba esa época oscura, con situaciones extremas que desbordaban sus páginas. Ello a la larga tuvo un impacto negativo pues se les puso un estigma, se las encuadró y se las catalogó como narrativa de la violencia. Es cierto que hubieron excesos al punto que el horror de esta guerra fratricida imponía su sello marketero, pero también se publicaron novelas de calidad, que tras la opresiva atmósfera de dolor y odio se superponían otros mensajes sugerentes que, incluso, cuestionaban el discurso hegemónico. Y es que a la luz de una postura reflexiva y más comprometida con el lenguaje narrativo, ahora se le da una mayor atención a la mirada del lector, a la multiplicidad de lecturas y a la polivalencia de símbolos incrustados en el texto, visualizándose mejor el efecto y la resonancia de los otros mensajes que aparecían velados en la narración.



En el caso de “Ese camino existe” (Premio Copé de Oro, 2011) de Luis Fernando Cueto, encontramos varias lecturas sin que ello signifique alejarnos del contexto de radical violencia que le sirve de base. Podría tratarse, además, de una novela que asume con coraje la reconciliación nacional, legado de los escritores fundacionales que llevaron al Perú en sus entrañas: desde Garcilaso, pasando por Vallejo, hasta Arguedas. También, su lectura nos invita a reflexionar sobre el atropello de los derechos humanos y la corrupción en todos sus niveles, así como la pobreza y la marginación de poblaciones, especialmente de las zonas andinas. La violencia de sendero y de las fuerzas armadas que colisionan en la novela de Cueto es la punta del iceberg de esa violencia generalizada y estructural, que tiene antecedentes desde la conquista. En realidad, el tema de la guerra interna bien puede significar un pretexto para que el autor se explaye sobre la desgarrada condición humana. Él, por supuesto, conoce al dedillo todos los vericuetos de los paisajes naturales y humanos en conflicto; vivió en carne propia el horror de la guerra, pero su relato alcanza vibración cuando capta, sobre todo,  el alma dolida de pueblos de Ayacucho y Huancavelica gracias a la tensión y eficacia de su lenguaje. Es decir, la emoción y la sensibilidad  van de la mano con la eficacia estética de la prosa. El libro que reseñamos nos impacta, nos conmueve porque las terribles escenas que describe se sostienen en su lenguaje literario. La ficción cumple muy bien su papel transformador, porque rebasa el testimonio de la realidad. Muy bien lo dice el maestro Oswaldo Reynoso en la contratapa del libro: “Ese camino existe es la palabra en su máxima expresión, nos envuelve, nos atrapa”.

Luis Fernando Cueto tiene gran predilección por las obras de José María Arguedas y Juan Ojeda, figuras emblemáticas presentes en el espíritu de la literatura chimbotana. Ambos representan dos líneas, dos marcas. El primero simboliza al Perú de todas las sangres, de hervores e identidades múltiples.  En su novela Cueto asume este legado polifónico e integrador a través de sus variopintos personajes, con desgarradas tipologías de conducta. “Ese camino existe” despliega, en su movimiento interno, una dinámica social, como motor de la historia, observable en esa colisión de dos fuerzas que se repelen y se confrontan, donde una población entera es arrancada de su espacio mítico y enrolada a la fuerza a una guerra absurda. En un segundo caso, Ojeda representa la modernidad estética, el  conocimiento de las técnicas literarias con las que Cueto ha ido construyendo pacientemente un estilo autónomo y erizado.

A seis años de haber sido elegida como ganadora del Premio Copé 2011 la novela del escritor chimbotano, ya en su tercera edición, trasluce en su interior su vivo mensaje de esperanza. No, no estamos aquí hablando de una novela de tesis para demostrar que ante el odio y los actos más sangrientos se eleva vivificante el fuego indestructible del amor y la justicia. Sin embargo, el autor no puede prescindir de sus experiencias vividas en el propio campo de batalla, de su visión del mundo, de su ardiente vigilia y de su imaginación. Entre mundos que se oponen, entre dos sistemas que se repelen, apuesta por el futuro y por los jóvenes. Leamos lo que dijo en su discurso cuando ganó el Copé: “Me propuse escribir un libro donde no estuviese solamente retratado mi puerto y sus personajes paralógicos, sino, sobre todo, donde estuviera reflejado el Perú y todas las caras que componen su nacionalidad variopinta. Quería decirles a los jóvenes de mi país, que en una nación –una comunidad proyectada hacia el futuro- no puede haber lugar para el desaliento. Que por más que delante de nuestros ojos desfilen las caravanas de la barbarie, de la destrucción y la muerte, de tras de ella siempre estará abierto el vasto camino de la esperanza”.

La novela inicia con un epígrafe del poeta Alejandro Romualdo: “Si a mis palabras se las lleva el viento/ aquí dejo esta piedra/ firmemente,/ pongo a prueba del tiempo una esperanza/ más fuerte que el dolor y que la muerte”. Este epígrafe es consecuente con el título de la novela, especialmente con su mensaje esperanzador. El libro, además, contiene varias referencias bíblicas como parte de esa rica ambigüedad con que se comunica. Por ejemplo, en su momento más erizado, al borde de la locura, Cubo, el personaje con que el autor encarna, dice estas palabras: “¿No te dije? Estaba escrito que al tercer día resucitarán, ya no te preocupes por tanto muerto, morirán y resucitarán, es fácil ¿no?, todos deben irse cantando alabanzas al señor, los muchachos que están sentados en la grama morirán y al tercer día resucitarán, el chiquillo del ojo morado morirá y regresará con ojos nuevos, más claros, más agudos, ojos para ver muertos, como perro lagañoso”.

La novela ingresa a un sistema de claroscuros. Cuando parece que la vida se extingue irremediablemente, empiezan a parpadear pequeñas luces donde columbra un nuevo renacer. Si el relato ensombrece con la descripción de macabros procedimientos de tortura, con la masacre de los hombres notables y las mujeres del pueblo de Chongui, con las guaguas asesinadas y el desenlace fatídico de mujeres que dejarían huella en el alma de Cubo, como Úrsula y Perpetua Cori, y Margarita Vilca y Nativa para el caso de Américo Parihuana, surgen inesperadamente actos de solidaridad como Ordenanza que se sensibiliza con el joven que iba a ser llevado a la sala de tortura: “Ordenanza se sorprendió, bajó la mirada y se encontró con los ojos entreabiertos del universitario. En ese momento se convenció de que, contra todos los procedimientos de muerte, contra todos los agentes de locura, la vida tenía que resistir, hacerse fuerte y terminar imponiéndose. Supo entonces, que Faustino Almendras no podía morir. Llorando de emoción, Ordenanza volvió a arrodillarse y comenzó a hablar en quechua con el detenido”.


“Ese camino existe” debe leerse desde los múltiples ángulos que ofrece una estructura narrativa sugerente y dinámica como su mejor opción.